En las últimas semanas el país ha vivido días de verdadero terror y zozobra; en ciudades como, Bogotá, Cali, Medellín, Popayán o Bucaramanga, se respira un ambiente de hostilidad sin precedentes ni racionalidad alguna. Del 28 de abril al 13 de mayo el país llevaba 6.419 actividades, entre concentraciones, bloqueos, marchas, movilizaciones y asambleas. En las calles, valerosos Policías, habían tenido que intervenir en 858 casos; ellos, que a la vez son padres, hermanos e hijos como cualquier otro ciudadano, han intentado controlar la violencia que los ha desbordado tras más de 15 días de vandalismo y terrorismo dirigidos a la desestabilización institucional y social, de la que millones de colombianos somos víctimas.
Las cifras que ha dado a conocer el Ministerio de Defensa, dan cuenta, por sí solas, de la gravedad del caos que se ha impuesto por quienes coordinadamente se han tomado la “protesta social”; desde el inicio del paro y hasta el 13 de mayo: 1 oficial de la Policía ha sido asesinado, el Capitán Jesús Alberto Solano Beltrán, 864 más han resultado heridos, 422 sedes de bancos y 409 cajeros destruidos, más de mil vehículos y 155 estaciones de transporte público vandalizados, más de 300 establecimientos comerciales saqueados, 80 Comandos de Atención Inmediata de la Policía Nacional y 28 peajes atacados salvajemente. A estas cifras, habrá que sumarle, entre otros, la destrucción de otros bienes públicos y privados, la parálisis y quiebra de empresas de todos los tamaños, la pérdida de empleos y una larga lista de daños conexos.
Entretanto, el auspicio de esta situación de caos por parte de organizaciones armadas ilegales, como las FARC y el ELN, así como del régimen venezolano, se hace cada vez más evidente, al tiempo que explica la sistematicidad y su vertiginoso escalamiento. Para nuestra desgracia y tristeza, la protesta social está sirviendo de excusa para justificar el terrorismo.
Ahora bien, como lo he afirmado en distintos escenarios, institucionales, de opinión y académicos, el carácter constitucional y fundamental de la protesta social pacífica, la libertad de reunión (Art. 37 CP), asociación (Art. 38 CP) y de expresión (Art. 20 CP), están fuera de toda duda y discusión, encauzada dentro de los límites que suponen el alcance y el ejercicio de los derechos y libertades de los demás; pero cualquier tipo de vía de hecho que afecte el ejercicio de los derechos y libertades públicas, no puede ser concebida como manifestación legítima de dicho derecho, y por tanto debe ser judicializada (Código Penal, artículos 103. Homicidio; 239. Hurto; 265. Daño en bien ajeno; 350. Incendio; 340. Concierto para delinquir; 343. Terrorismo; 351. Daño en obras de utilidad social; 353. Perturbación en servicio de transporte público, colectivo u oficial; 353A. Obstrucción a vías públicas que afecten el orden público; 357. Daño en obras o elementos de los servicios de comunicaciones, energía y combustibles; 358. Tenencia, fabricación y tráfico de sustancias u objetos peligrosos; 364. Obstrucción de obras de defensa o de asistencia; 365. Fabricación, tráfico, porte o tenencia de armas de fuego, accesorios, partes o municiones; 368. Violación de medidas sanitarias; 429. Violencia contra servidor público; 469. Asonada).
En suma, la protesta social pacífica es un derecho; el vandalismo y terrorismo son crímenes, por lo que la contención y la judicialización de estas expresiones violentas no implica criminalizar el derecho, sino que es un imperativo moral y constitucional de las autoridades.